Falla de origen
Normalmente, cuando en alguna parroquia, diócesis o país se quiere hacer un plan de pastoral, se empieza con un análisis de la realidad. Pero ¿qué pasa? Que, en lugar de abocarse a realizar antes que nada un análisis de la realidad eclesial, pronto se brinca al análisis de la realidad social, política y económica, para ver cómo cambiarla, sin tener en cuenta la situación concreta en que se encuentra la Iglesia en aquel determinado lugar. Como si nosotros fuéramos políticos, economistas o trabajadores sociales.
Me pregunto: ¿Por qué actuamos de esa manera? ¿Por creernos la mamá de los pollitos? ¿Por no querer escandalizar a los débiles en la fe? ¡Pobrecitos! ¡Que no se den cuenta del abismo en que hemos caído! Como si viviéramos en un mundo de puros ciegos, en que nadie se diera cuenta de la triste realidad en que se encuentra actualmente el catolicismo en general.
Sea cual sea la razón, un hecho es cierto: que es muy difícil que alguien se atreva a examinar y mucho menos a sacar a la luz pública la situación de la Iglesia así como es, sin utilizar lentes colorados. Existe un temor generalizado a ser objetos de repudio, censura o represalias de parte de la misma comunidad o las autoridades.
Espíritu farisaico y autoritario
Ni modo. Es el espíritu farisaico y autoritario, que no deja de reinar en nuestros ambientes. Aún el aire nuevo de la sinceridad, la libertad de expresión y el diálogo abierto no ha entrado a formar parte de nuestro estilo de vida. En este aspecto, hay que reconocerlo, estamos muy atrasados y la sociedad nos lleva la delantera.
Por lo tanto, es urgente poner la mano en el arado y empezar a crear también en nuestros ambientes una nueva mentalidad y una nueva manera de llevar las cosas, más acordes con el Evangelio y los tiempos en que vivimos, caracterizados por la apertura, la transparencia y la concertación.
O corremos el riesgo de quedarnos rezagados, fuera de la jugada. Si queremos avanzar, antes que nada tenemos que ser sinceros y honestos con nosotros mismos, dispuestos a realizar un diagnóstico serio de nuestra realidad como Iglesia. Solamente después de haber hecho esto y haber aplicado las medidas necesarias para cambiarla, será posible pensar de manera realista en lanzarnos a la acción, empezando por lo que más directamente nos concierne, que es la misión.
El sentido común
Es lo que nos dice el mismo sentido común. Basta recordar algunos refranes: “Médico, cúrate a ti mismo”, “Zapatero, a tus zapatos”, “Candil de la calle y oscuridad de la casa”, etc. El mismo Evangelio va en esta línea: “¿Por qué te fijas en la pelusa que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en el tuyo?” (Mt 7, 3).
¿Queremos que nuestra palabra tenga peso en los asuntos de la sociedad? Es necesario que primero pongamos en orden nuestra casa. O nuestra palabra no tendrá la credibilidad que quisiéramos por no estar acompañada por la fuerza del testimonio. ¿Cómo podemos decir a los de afuera: “¿Nos permiten poner orden en su casa?”, cuando no hay orden en la nuestra?
Lamentamos, sea algunos intentos de volver a un cierto tipo de eclesiología y espiritualidad contrarias a la renovación del Concilio Vaticano II , sea algunas lecturas y aplicaciones reduccionistas de la renovación conciliar; lamentamos la ausencia de una auténtica obediencia y de ejercicio evangélico de la autoridad, las infidelidades a la doctrina, a la moral y a la comunión, nuestras débiles vivencias de la opción preferencial por los pobres, no pocas recaídas secularizantes en la vida consagrada influida por una antropología meramente sociológica y no evangélica (Documento de Aparecida, 100b).
Amatulli Valente, F. (2009). CAMBIAR O MORIR. Pág. 4-6. México. Apóstoles de la Palabra.
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