La crisis de la Misión es la crisis de la Iglesia
¿Qué será de la Iglesia el día en que pueda contar con verdaderos misioneros, al estilo de los setenta y dos discípulos, que en el nombre del Señor “sometían hasta los demonios”?
Por el p. Flaviano Amatulli Valente, fmap
Una Iglesia en crisis
Puesto que la Iglesia existe para evangelizar (Mc 16,15), o cumple con su tarea o se vuelve en una organización no gubernamental (ong) o sociedad filantrópica, dedicada esencialmente a la promoción humana o la salvaguarda de los valores culturales, limitando su papel propio a la conservación de la fe, lograda por lo general mediante una administración indiscriminada y rutinaria de los sacramentos, como si se tratara de actos meramente cultuales, sin ninguna incidencia efectiva en la vida diaria.
A esto se añade un tinte de indiferentismo religioso (todo es lo mismo) bajo la apariencia de la apertura, y llegamos a la situación actual (por gracia de Dios no tan generalizada como pareciera), en que se deja al pueblo católico sin protección alguna ante la magia del neo paganismo y el acoso sistemático de los grupos proselitistas, considerando la Misión como un rezago de tiempos pasados, hechos de intolerancia y fanatismo, y soñando en una nueva sociedad a la insignia de una libertad sin límite, basada en un relativismo total (la dictadura del relativismo).
Estando así las cosas, si queremos que la Iglesia retome aliento como en los mejores momentos de su historia, no existe otro camino que la Misión, contando con verdaderos misioneros y con nuevas estructuras pastorales, adecuadas a los tiempos actuales, en que se garantice a cada bautizado una atención personalizada.
¿Un sueño? Claro, un sueño al estilo de los que tuvieron los antiguos profetas y los visionarios, que nunca faltaron a lo largo de los siglos y marcaron el rumbo de la historia; sin visiones ni nada. (Es importante aclarar que no es lo mismo “tener visión” o “tener visiones”, el sueño dorado de tantas beatas).
Acreditado por Dios
Es lo primero que subrayó San Pedro acerca de Jesús, hablando a la multitud el día de Pentecostés: “Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios” (Hech 2, 29). Pues bien, así tienen que ser los “enviados” o “misioneros” de Cristo el día de hoy, para que su acción sea eficaz: gente acreditada por Dios. No gente acreditada por los hombres como buenos managers, constructores, ideólogos o líderes naturales, gente sin duda muy útil para el bien de la sociedad, que sin embargo no cuenta con el “sello de Dios” en orden al plan de la salvación.
Contando con el poder de Dios
¿Recuerdan lo que San Pedro le contestó al paralítico, cuando le pidió una limosna? “No tengo ni oro ni plata. Lo que tengo te lo doy: en el nombre de Jesucristo, el Nazareno, levántate y anda” (Hech 3, 5).
Solamente si la intervención de Dios se vuelve transparente en la actuación del misionero (Mc 16, 20), es posible entender el sentido profundo de la Misión y al mismo tiempo tomar conciencia de su necesidad y urgencia. De otra manera, se corre el riesgo de que el éxito de la Misión sea atribuido esencialmente a los méritos humanos, lo que trastorna y vacía el sentido de la misma, hasta provocar su colapso total cuando se constata que otras instancias, mejor equipadas, logran conseguir resultados iguales o mejores.
Llevando la paz
Que representa el regalo más grande de Dios para “los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). “Cuando entren en una casa –encomendó Jesús a sus discípulos al enviarlos a la Misión-, digan: Paz a esta casa. Si hay allí alguno digno de paz, la paz descansará sobre él” (Lc 10, 5-6).
Es el ministerio de la reconciliación, confiado por Dios a sus enviados: “Somos embajadores de Cristo y es como si Dios hablase por nosotros. Por Cristo les suplicamos: Déjense reconciliar con Dios” (2Cor 5, 20). Por este don, concedido por Dios a sus elegidos, adonde llega el verdadero misionero, llega la paz, el símbolo más evidente de la presencia de Dios entre los hombres.
Luchando contra Satanás
El eterno enemigo del hombre, que siempre está en asecho para impedir la realización del plan de
Dios en orden a su salvación (Jn 3, 16). “Volvieron los setenta y dos muy contentos y dijeron: Señor, en tu nombre hasta los demonios se nos sometían. Les contestó Jesús: Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Sepan: les di poder para pisotear serpientes y escorpiones y para vencer toda fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño alguno. Con todo, no se alegren de que los espíritus se les sometan, sino de que sus nombres están escritos en el cielo” (Lc10, 17-20).
¿Qué será de la Iglesia el día en que pueda contar con misioneros auténticos, al estilo de los setenta y dos discípulos, que en el nombre del Señor “sometían hasta los demonios”? Ciertamente una nueva era empezará para la Iglesia y el mundo entero.
Resistiendo a la tentación del poder
A una condición: que el misionero, en cada situación, pueda descubrir la insidia del enemigo y no se deje vencer por la tentación del poder. Precisamente como hicieron Jesús y los apóstoles, al darse cuenta del peligro que representaba para la Misión el inmiscuirse demasiado en los asuntos temporales: “No me buscan por las señales que han visto, sino porque se han hartado de pan. Trabajen no por un alimento que perece, sino por un alimento que dura y da vida eterna, el que les dará el Hijo del Hombre, que el Padre ha marcado con su sello” (Jn 6, 26-27); “No es justo que nosotros descuidemos la Palabra de Dios para servir a las mesas.
(…) Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra” (Hech 6, 2.4).
Al darse cuenta de que su compromiso con los asuntos materiales los estaba desviando de lo propio de la Misión, que consiste en anunciar el Evangelio, de inmediato rectificaron el rumbo. Me pregunto: ¿Qué hubiera sido de la Iglesia, si tantos pastores y tantas instituciones religiosas hubieran seguido su ejemplo, rectificando a tiempo el rumbo de sus actividades?
Sin duda, no hubiéramos llegado a la situación actual con un calo tan alarmante de vocaciones al sacerdocio y la vida consagrada. En efecto, muchos se preguntan: “¿Para qué optar por una vida de tanto sacrificio, si como laico comprometido puedo lograr
mejores resultados en campo político, económico o social?”
Rebasando el modelo de la Religiosidad Popular
Que hoy en día representa uno de los más grandes obstáculos para que avance la Misión en un pueblo de bautizados no evangelizados. Uno piensa: “Si me puedo salvar, limitándome a seguir el camino ancho de la Religiosidad Popular, ¿para qué voy a meterme en honduras, optando por el camino tan complicado del discipulado?”
Ojalá que el llamado de Aparecida para la Misión Continental pueda representar para nuestra Iglesia un reclamo a la auténtica acción misionera, que impulse a despertar las conciencias adormecidas en orden a un anuncio claro y valiente del Evangelio con miras a una verdadera vivencia de la fe a la luz de la Palabra de Dios.
Autoestima del misionero
No basta que alguien ostente un membrete misionero, para que pueda ser considerado como un verdadero misionero. Hoy en día la Iglesia necesita urgentemente contar con auténticos “discípulos y misioneros de Cristo”, que, al estilo de los doce apóstoles, den frutos abundantes (Jn 15, 16), realizando las mismas obras que realizó Jesús, y aún más grandes, como
Él mismo prometió a sus discípulos (Jn 14, 12), puesto que ya contamos con el auxilio de la presencia activa del Espíritu Santo (Jn 7, 39).
Para que se dé esto, ¿dónde radica el más grande obstáculo? En el mismo misionero, llamado y enviado por Dios, que no se la cree. Más que confiar en la Palabra de Dios, se fija demasiado en sus limitaciones humanas y no se avienta. Problemas de baja autoestima. ¿La solución? Aprender a confiar totalmente en Dios, confiando en la Palabra de su Hijo (Lc 5, 5).
Conclusión
Si queremos salir del bache en que nos encontramos actualmente como Iglesia, es preciso para nosotros abrirnos totalmente a la Misión, superando todo tipo de escollos, representados especialmente por el excesivo interés por lo material, la actual praxis pastoral, centrada esencialmente en la sacramentalización (con loables excepciones), y el indiferentismo religioso (falso ecumenismo).
Ya basta de coquetear con el mundo. Es tiempo de tomar en serio la Palabra de Dios y aventar las redes. O seguiremos asistiendo impasibles al constante éxodo de nuestros hermanos hacia otras propuestas religiosas.
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